5 de septiembre de 2011


Pasan los días de imágenes en imágenes. Detalles imperceptibles o grandes gestas que, en cualquier caso, quedarán relegadas al olvido del día anterior.
Veo rostros cansados, derrotados. Asisto al dolor, a la muerte. Escucho argumentos y soflamas, verdades y auténticos actos de fe. Luchas de un solo uso o verdaderas batallas vitales.
Cambios que no son tales e inmovilismo que lo revoluciona todo desde las entrañas.
Ahora veo a los trabajadores-esclavos de los proyectos megalómanos de Qatar, cobrando 150 euros al mes y en la hora siguiente las portadas de "Vanity Fair".
Me hincho de capítulos de vidas ficticias y no me paro a preguntarle al de mi lado qué tal le va.
Mi cerebro bulle con algo que no puedo expresar porque realmente no quiero, porque me da miedo.
Envidio algo que me asquea.
Anhelo lo que repelo.
Sueño con lo que detesto.
No puedo estar con lo que debería porque no me parece coherente, pero es imposible tomar otra postura.
Niñas rezando delante de rostros que les gritan que se liberen y vean la verdad.
Pero si miramos la verdad cara a cara, todos nos pondríamos a rezar.
Tengo miedo, pero no me queda más remedio que seguir anestesiándome.
Somos meros instrumentos, imprescindibles en conjunto.
Creyéndonos únicos cuanto más nimios e insignificantes somos.