Empecé el colegio, como casi todo el mundo, a los cinco años.
A esa edad todo hace que tus ojos se vuelvan el doble de grandes del asombro y que tus piernas, nerviosas, se muevan en pos de ello.
Los mayores son ese gran pozo de sabiduría y ese gran abrazo de confianza. Una gran fortaleza donde protegerse y habitar seguro.
Fui a un colegio de monjas, es decir, de religión católica, como mucha gente en este país.
Así que ahí estaba yo, con mi unirforme, mi baby y todos mis miedos repartidos por los bolsillos, y ahí estaban ellas, las monjas, que eran, allí, esa persona mayor necesaria donde poder refugiarse y esconderse, donde asomarse para acceder al mundo.
Se convierten en esas madres que ellas mismas se autodenominan. Y de su mano íbamos creando pasito a pasito una pequeña parte de lo que hoy somos.
En ese momento Jesús era mi mejor amigo gracias a ellas y ser católico era algo sobre lo que había ninguna duda.
Te hablaban de todas aquellas grandes empresas que el cristianismo y la religión habían hecho por el mundo y por todos nosotros y por eso todas llevábamos con gran orgullo el estandarte de pertenecer a la Iglesia allí donde fuéramos.
Pero claro, a los cinco años, tu profesor, profesora, religioso o no, es casi como ese Dios en el que hay que creer.
Esa pequeña esponja que tienes por mente absorbe todo lo que su boca suelta, sea como sea, venga de donde venga, y ese globo que es tu admiración, se va hinchando en cada sentencia, en cada descubrimiento.
Por eso todas queríamos ser misioneras, enfermeras o profesoras y casi nos poníamos la zancadilla por ayudar a la madre Charo, o a la madre Belén, o a la madre Conce... en cualquiera de las infinitas, importantísimas y elevadas tareas que llevaban a cabo.
Y a pesar de los años, del aprendizaje, de la decepción, de la apertura... siempre asoma la sonrisa en mis labios cuando pienso en aquellos años e incluso cuando pienso en cualquiera de ellas.
Porque las quería de verdad, las adoraba, las admiraba hasta tal punto, que si me hubieran dicho en ese momento, con cinco años, que me quedara con ellas a vivir, (con las consabidas visitas de mi madre), no me lo hubiera pensado, hubiera cogido mi baby y mi uniforme, y les hubiera tendido la mano para que me llevaran hacia dentro, como hacía cada mañana cuando llegaba al cole.
Por eso me duelen las entrañas cuando he sabido de aquellos que, embestidos con esa aureola de santidad que solo puede conceder el alma de un niño, sacian su hambre enfermiza y su necesidad más atroz con ellos.
Mi mente se revuelve, se retuerce, es incapaz de pensar en que alguien pueda tomar una de esas manitas asustadas, asombradas, confiadas, en su primer día de colegio, de catequesis, de misa... y llevarlas al más crudo de los infiernos.
Como he dejado entrever más arriba, la experiencia, el aprendizaje, la vida... han hecho que ya no sea católica. Pero conozco a gente que lo es fervientemente y que claro está, también fueron niños asombrados, confiados, maleables... Por eso confío en que sean todos ellos, los que, haciendo un simple ejercicio de empatía aderezado con su memoria, sientan ese asco que me invade a mí e intenten acabar con todo, aunque para ello tengan que arrancar raíces y minar las bases, porque esas ya se han autodestruido lo suficiente con el silencio y la ceguera.
Para que puedan volver a ver a un niño con la mano extendida su primer día de colegio sin sentir cómo les puede la vergüenza.