Él habla, yo hablo, tú hablas...
Hablar por hablar o más bien hablar para escuchar, escucharse a sí mismo quizá.
Pero cuánto hay de verdad en ese batiburrillo de cosas, cuánto de ornamento y cuánto de estómago, hígado y, sobre todo, corazón.
Él dice, yo digo, tú dices...
Y lo que llega es cuarto y mitad de lo dicho, lo cual, tampoco era gran cosa.
Y abrimos la boca por lo escuchado, pero entonces, ¿tiene más valor lo que contamos que lo contado? ¿Somos sinceros y el anterior un bocazas?
En cuanto sale de la boca pasa por el tamiz del prejuicio, del jucio y la sentencia, que vuelve a ser expresada a voz en grito, quizá prejuzgada, juzgada y sentenciada, un patético círculo vicioso del que no se libra ni una palabra.
Escucho y me abro en canal e intento callar, bendito silencio, pero como piel y pellejo, como animal de pasiones, como muñeco de pulsiones, abro la caja de Pandora y se produce la estampida y no es la esperanza lo que queda, no, el mito estaba sesgado, es la culpa y el arrepentimiento escupiéndome desde el fondo de la caja, que no es otra que mi conciencia.
Porque hablo de hablar de más y no hago más que hablar. Y caigo tan bajo como aquel del que hablo. Y debería callar como aquel que no calló. Y tendría que aprender como ese que lo aprendió todo.
Y, ahora sí, no puedo hablar más porque ya os sepulté en palabras, solo dos para coronar mi montaña de exabruptos, desde lo más hondo, donde no existe el habla, donde se comprende sin palabras: lo siento.