18 de abril de 2012

La Verdad

Si estáis leyendo esto, es que tenéis un ratito, así que me permito tomarlo prestado y que imaginéis conmigo.
Vamos a imaginar que todos somos iguales, por dentro y por fuera, en materia y forma, en acto y potencia. Iguales, a imagen y semejanza de nosotros mismos y al de al lado y al otro y al otro… Iguales, semejantes y similares, equivalentes, incluso.
Si además de imaginar, nos ponemos a deducir un poco, a inferir de esa igualdad, podríamos aventurar que no habría injusticia, ni envidia, ni soberbia, ni egocentrismo.
No habría razón para la competitividad, claro. Ni tampoco tendría sentido en el egoísmo.
La crítica no tendría cabida, por lo que no habría qué pensar, ni idear, ni superar, ni avanzar. ¿Inventos? ¿Descubrimientos?
No habría ensayos, no se producirían errores, ¿aprender? ¿Qué sería eso?
Si todos fuéramos iguales, no habría qué desear, ni qué querer y, lo más horrible, qué amar, por lo que tampoco habría ni canciones, ni poemas, ni tragedias, ni comedias, ¿de qué haríamos chistes?
No, no existiría el arte.
Probablemente, tendríamos un lenguaje limitado, unas pocas palabras para una mente aún más finita.
No observaríamos, solo miraríamos.
No haría falta respeto y tampoco empatía.
La justicia sería natural, pero no sabríamos que existe, igual que la libertad.
La alegría, la tristeza, el éxito, el fracaso, las luces y las sombras… Nada. Una igual y equilibrada nada.
No podríamos hacer el bien o el mal, ni existiría vicio ni virtud. Ni placer ni dolor. No habría vida.
Si esa Verdad fuera la realidad, no existiríamos.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Si mi prójimo es otro yo mismo, ¿Para que le quiero? Para yo, me basto y aun me sobro yo. Unamuno.
Da gusto leerte, lo había olvidado.

penny dijo...

Verdad verdadera.

Afrodita dijo...

Siempre son necesarias las varias caras de la moneda...